En la siempre barnizada puerta de entrada y
justo al lado de su cuarto se colocaba Chechú, tal taquillero cobrando
entradas, asegurándose siempre de recibir su cumpleañero regalo y dejando paso
al comedor de la casa, siempre iluminado desde una ventana que daba a la
huerta. Alguna vez celebraríamos también el de Armando, el hermano de Chechú,
quiero imaginar…¡O que a todos estos eventos los denominásemos “el cumpleaños
en la casa de Chechú”! Lo cierto es que el nombre oficial de la celebración era
“el cumpleaños en la casa de Chechú”. También todo el mundo tenía clara la
táctica en esas celebraciones: había que llegar temprano e intentar comer todas
las papas fritas y sándwiches de salsa de anchoa que pudieras, acompañados de
refrescos Nik de naranja o de fresa, porque Mari Tere siempre nos enviaba a “La
Plaza de Abajo” antes de tiempo. De poco servía buscarte la excusa
de meterte en el cuarto de Chechú para ayudarle a abrir los regalos y así darte
un salto al siempre soleado comedor, porque el grito de Mari Tere penetraba en
cualquier cuarto y te recordaba que debías abandonar la casa. Era el tiempo de
asueto de los mayores, como así corroboré una rara vez que regresé antes de
tiempo de La Plaza por culpa de un dolor de cabeza.
“La Plaza de Abajo” y “La Plaza de Arriba”
eran nuestras ludotecas al aire libre. Allí celebrábamos partidos de fútbol con
pelotas de tenis, retando siempre a los policías municipales que se encargaban
de que se cumpliera la prohibición de jugar allí al balompié; organizábamos no
permitidas, que no ilegales, carreras de monopatines y bicicletas; gamberradas
varias...¡Pero sobre todo, jugábamos a los “Hermanitos”, esa mezcla
de pillada y escondite que tanto nos gustaba!
Y fue precisamente en esa Plaza de España cuando ya Javi y yo entablamos
oficialmente nuestra amistad, porque gracias a un partido de baloncesto que
celebraba allí la incombustible Marisol Van Baumberghem ya nos caímos bien. Los
entrenamientos de baloncesto con Marisol entablaron amistades de personas que
alguna vez se conocieron, aunque no eran conscientes de las mismas. Elías,
Javier “el ganso” (así apodábamos por aquella época a Javi Díaz), Pulido y
muchos otros comenzamos la aventura del baloncesto y perpetuamos eternas
amistades.
Javier era de Los Llanos y se crio con nosotros. Su padre es de El Paso y allí tenía, y sigue poseyendo, una finca de naranjas a la que solíamos ir después de algún partido contra los pasenses. Años más tarde, la Familia Díaz Hernández se mudó a la Ciudad de Los Almendros y desde entonces reside en la casa que estaba próxima a esas huertas de naranjas. En una de las lonjas de la casa fundamos la “Bodega de Miguel Díaz”, auténtico nido de borracheras con las que bautizábamos nuestra juventud. Era el comienzo de lo que luego eran aventuras por las noches llanenses, pasenses o bagañetas; siendo a su vez la perfecta excusa para reunirnos y salir todos juntos; eso sí, con unas borracheras bastante importantes, todo hay que decirlo…¡Y si no, qué se lo pregunten a Clodo, Ñaco, Alexis y compañía!
El mismo ritual se repetía en el piso que la Familia Díaz Hernández
tenía en Santa Cruz de Tenerife, lugar también de las acciones de Fernando
Esteso, símil que se me ocurrió luego del accidentado encuentro para nada
esperado que tuvieron una ex de Javi con la que era su novia por aquella
época…No es que él fuese infiel por naturaleza, ni mucho menos, sino que así
actuó después de que a él le destrozaran el corazón por primera vez en la
relación amorosa más tormentosa y embarrada que se recuerda.
Ese piso de Santa Cruz fue también testigo de algunas fiestas previas al Carnaval, al que se apuntaban exiliados palmeros por motivos de estudio y de baloncesto, siempre baloncesto. Horas y horas de cancha con miles de tiros al aro lo llevaron a proclamarse campeón de Canarias Junior con el UNELCO Tenerife y dejar luego su imborrable huella en el Torneo de Verano Aridane. Y precisamente en esa estival competición protagonizó el hecho insólito de “pelearse” con un mismo compañero de equipo en una rueda de entrenamiento previa a un partido, clara muestra de que era un animal competitivo que buscaba siempre no solo su máximo rendimiento, sino el de todo el grupo. Le gustaba ganar y empujaba a sus compañeros hacia la victoria, pero también sabía perder.
¡Y
comenzó el epílogo en Planeta Garafía! Nuestras expediciones a Las
Tricias llegaron a convertirse en obligadas citas cada mes… Fue todo un
pictórico y auténtico descubrimiento para Javier y para toda esa pandilla que
formamos unos amigos de amigos que llegamos a ser inseparables en época de
crisis postcarreras, esos periodos intermedios que comprenden el final de los
estudios universitarios con el inicio de un posible trabajo temporal “en lo que
sea”, como se solía decir. La familia del amigo José Luis, alias José Winston,
tenía en esa zona de la isla una casa antigua y una amplia huerta con un
pequeño estanque. Junto a este, y utilizando una de sus paredes, un improvisado
asadero…Justo enfrente, un antiguo aljibe de agua que nos servía de auténtico
escenario de "nuestros cómicos shows". Allí contaba sus chistes José
Luis, acompañados de la sonoridad de mis vulgares y estruendosos eructos: toda
una mezcla de poco entendido humor para los profanos, destronchante risa para
los amigos y que provocaba unas interminables carcajadas etílicas a todo el
mundo. El humor de José Luis solo era comprensible por la forma en que
versionaba los chistes del famoso Eugenio y de una escandalosa risa que
contagiaba a quienes lo escuchaban. Hubo ocasiones en las que también se
atrevió a tocar un acordeón, en una especie de sonoro recuerdo de su fallecido
y querido padre.
La
organización de esos parranderos sábados comenzaba los viernes por la tarde en
la casa de Los Dos Pinos del propio José Luis, con la preparación de filetes de
pollo en salmorejo y la provisión de buen vino. Había ocasiones en las que nos
ofrecíamos a echarle una mano a José Winston en la construcción de un pequeño
baño en la huerta de Las Tricias, en cavar unas papas o en tratar de sulfatar
unas uvas que nunca fueron vendimiadas, pues siempre se las robaban antes de
poder ir a recolectarlas. Misteriosos actos del Norte de La Palma, en esa
Garafía profunda donde las piezas de un lagar de madera de tea van desapareciendo
como por arte de magia cada año, provocando indignación y disgusto en el dueño
de tan preciada antigüedad.
En
uno de esos tenderetes, el pequeño baño que improvisamos con ladrillos
apalabrados fue destruido por una de mis escandalosas borracheras; en otras,
descubrimos el “Charco de los Chochos” o Lomada Grande, lugar en el que también
los amigos se dieron cuenta de que la pesca no era lo mío y que debía dedicarme
a otro pasatiempo.
Las parrandas de Las
Tricias duraban hasta que el cuerpo aguantase, pues mientras algunos íbamos a
dormir la mona al anochecer, después de unas azafranadas, violáceas y frías
puestas de sol, para Javi y algunos más comenzaba la noche en el
bar-tienda-sala de juegos de Las Tricias, retando a los viejos del lugar a tomar
unos rones, echar unas partidas de futbolín y billar o tratar de jugar a las
cartas o al dominó.
Ahí
fue precisamente cuando el amigo Javi se enamoró de Las Tricias, de Garafía y
de su autenticidad, como le gustaba a él describir las costumbres y tradiciones
de su paraíso, de su Planeta Garafía.
Poco a
poco fuimos aventurándonos todos en nuestros destinos: unos se trasladaron a
vivir al otro lado de la isla, otros consolidaron sus proyectos familiares y yo
comencé mis aventureras andaduras en el mundo de la Educación, tomando como
destino las islas orientales primero y Chicago después, cumpliendo mi tan
ansiado sueño de “hacer Las Américas”.
Mientras
tanto y sin que nos diéramos cuenta, Javi se fue aislando en Las Tricias,
comenzando así la última etapa de su vida. Allí disfrutó de los últimos años de
su feliz existencia, porque cultivó la amistad con los garafianos y con
personas que, como él, también se enamoraron de esa parte olvidada y
paradisíaca del norte de la Isla Bonita. Fueron años de aventuras, de
enriquecimiento histórico y cultural; pero sobre todo de mimetismo con una
tierra y un espacio con el que se integró y se fundió en uno solo. Ayudaba a
sus vecinos en sus duros trabajos y aprendía de ellos y de sus oficios. Llegó a
publicar un pequeño libro de investigación sobre dichos, refranes y canciones
del lugar, en forma de cuchufletas. Creó un pequeño museo benahorita en el CEIP
de Santo Domingo y dejó su huella en forma de bancos que miraban al mar en El
Tablado o en Don Pedro. Pateó senderos con su inseparable hermano Nando, quien
le contagió su amor por la fotografía. Y sufrió un injusto y mortal accidente
en su última aventura, justo en el sitio donde había encontrado la paz
espiritual y todo un tesoro arqueológico.
Javier siempre
decía que si las puertas de la Educación se le cerraban, no se le caerían los
anillos para tocar en otras y trabajar en lo que fuera con la intención de
poder seguir llevando a cabo esa vida de descubrimiento de su “Planeta
Garafía”, de cultivarse intelectualmente con las lecturas de su referente
literario, Eduardo Galeano, o simplemente con el disfrute de hacer radio y
conseguir difundir sus gustos musicales entre los habitantes de ese norte de La
Palma, tal Chris Stevens en Northern Exposure (‘Doctor en Alaska’).
Hay
quien afirma que entre el arremolinado viento de los barrancos de Garafía se
siguen escuchando voces, pero ahora mezcladas con aquellas ondas de Radio Luz
por las que transmitía el amigo Javi su amor por la buena música y su auténtica
sabiduría de las costumbres del Pueblo Canario, de aquel que tiene clara su
identidad y su origen.
¡Muy EMOTIVO!
ResponderEliminarGracias Pedro !! Un beso al cielo grande Javi...
ResponderEliminar¡Simplemente...MARAVILLOSO! El amigo Javi está siempre presente. Tu homenaje está a la altura de tu persona y de tu estilo a la hora de escribir, amigo Pedro.
ResponderEliminarPrecioso artículo, no tuve esas vivencias con ustedes, pero los conozco a todos.
ResponderEliminarGracias, Pedro.