miércoles, 1 de noviembre de 2023

"Otoño de 2004", Pedro R. Mederos Díaz


  Llegaba el primer otoño en tierras norteamericanas y la naturaleza ofrecía uno de los espectáculos de colores más bonitos que jamás haya apreciado un canario: el cambio de tonalidades y tinturas de las hojas de los árboles y una mágica mudanza rápida de temperatura, debido a que no hacía el calor sofocante y húmedo del verano, ni tampoco el frío del invierno. Llovía más que en cualquier otra estación, es cierto, pero la temperatura era neutra: no había ni frío ni calor, sino todo lo contrario, con lo cual daba igual cómo las personas fueran vestidas. Si bien es cierto que en Inglaterra había visto algo parecido, en Chicago era un fenómeno difícil de describir, pues englobaba cambios de temperatura, gradaciones de colores hasta en el cielo y el culmen de todo el proceso: la primera nevada antes del invierno. Si ya la nieve es hermosa para quien no tiene que “palearla a diario” en la puerta de su casa y en el jardín, ver una nevada es un momento de un maravilloso silencio que agradecían todos los sentidos: vista, tacto, oído, gusto e incluso olfato (sobre todo la primera vez que se observa ese fenómeno). 

Para la vista era algo fuera de lo normal ver en el parabrisas de un automóvil la perfección de rayas y bifurcaciones que tiene un pequeño copo de nieve, tal estrella de mar, erizo y pulpo a la vez por un lado; por el otro, una extraña luminosidad que encandilaba; para el tacto era como tocar arena helada, a diferencia de la nieve o granizo que caía en las cumbres de Canarias o en el sur de Inglaterra; para el oído era una pausa extraña en una ciudad llena de ruidos por todos lados; para el gusto, agua exquisita cuando caía en tus manos; para el olfato, un olor neutro que te hacía olvidar la polución de una gran ciudad.

  Era la época del Thanksgiving Day, el ‘Día de Acción de gracias’ de los colonos hacia los indios, que en Estados Unidos consistía en la reunión de la familia o pasar esa jornada con alguien que no tuviera con quien estar. Era como una especie de Nochebuena en la tradición española en la que era típico cocinar un pavo. Con el paso del tiempo, el ave ya se compraba congelada, se metía en el microondas y el relleno de dentro se compraba aparte. Así eran las nuevas costumbres en Estados Unidos: cocinas enormes, con “islas mesa” en el centro, al más puro estilo de las de los chefs profesionales de los hoteles, con todo tipo de detalles, cuberterías, utensilios de cocina, grandes neveras y congeladores… ¡De adorno, porque el estadounidense no pierde el tiempo cocinando! Utilizan el congelador, el microondas para descongelar y calentar productos que ya compran elaborados y la nevera para tener leche fresca que poner a sus cereales procesados y ultra-azucarados por la mañana!

  Mi mujer y yo fuimos invitados a la casa de un compañero de instituto que daba clases de francés y español. Una persona ya a punto de jubilarse, con una cultura extensa y con el hambre de conocimiento de un estudiante universitario.

  Con el paso del tiempo, me hice íntimo amigo del “irlandés”, como denominaba la prima de mi madre a Jack Higgins.

  “Irlandés”, “polaco”, “ruso”, “escocés”, “mexicano”, “lituano” o “ucraniano” eran las denominaciones de los chicagoanos. De ahí la cardinal importancia del llamado “heritage”, un término que en español se traduciría como ‘herencia’ o ‘procedencia’; pero que en Estados Unidos va más allá y crea graves problemas de identidad en un país que tiene muy poca historia en común. He aquí la explicación de tanta bandera estadounidense en las casas o la interpretación del himno de Estados Unidos antes de cada acontecimiento de masas. Lo que en el Viejo Continente era interpretado como “fascismo” o nacionalismo extremo, en Estados Unidos significa algo que los une y que les da identidad.   

    La ciudad de Chicago me enamoró a primera vista: era una urbe del Midwest que rodeaba una gran parte del lago Míchigan, protagonista absoluto de la misma. Este pequeño océano de dulces olas y amarillas playas de arena era vital para mí, un canario que necesitaba ver el mar, símbolo de orientación en ciudades como Las Palmas de Gran Canaria o Santa Cruz de Tenerife. Si alguien se pierde en ellas, nada más fácil que ir hacia donde se ve el mar (cerca de él están los puertos, ayuntamientos, cabildos u oficinas de información). En todas las islas, el ponto es símbolo de libertad, de futuro y de prosperidad; sobre todo en épocas de hambrunas o de dictaduras como las de Primo de Rivera o la de Francisco Franco. El Océano Atlántico trasladaba a los canarios en el siglo XX a Cuba primero y a Venezuela después. En siglos anteriores, hubo emigración canaria a La Luisiana (Saint Bernard Parish), a San Antonio de Texas o a Uruguay (Departamento de Canelones y la fundación de la ciudad de Montevideo).   

  Chicago era y es una ciudad política, correctamente política. El apodo de “The Windy City” no es exactamente por el viento polar que camina por el Lago Míchigan desde Canadá y que inunda cada invierno la Ciudad de Chicago, ¡qué también!, sino por el politiqueo, los “susurros” y el chanchulleo que siempre han existido en esta polémica población del llamado Medio - Oeste. El poder de la ciudad se repartía por “etnias”: los blancos controlaban los bomberos, la policía o en ese momento la alcaldía, con la saga de los Daley; los afroamericanos, el correo, transporte, etc.               

   Los hispanos no “pintaban nada”, a pesar de ser millones los que poblaban todo el estado de Illinois. Habían adquirido cierta cuota de poder en el sistema educativo, por ser el español la segunda lengua más hablada en la ciudad, desplazando así al polaco o al francés; sin embargo, nunca “cortaban el bacalao” cuando había que tomar importantes decisiones para el Illinois Board of Education.

   Por las preferencias del travieso representante del Ministerio de Educación: a unas personas las enviaba a colegios o a institutos tranquilos del norte de Chicago y a otros como yo al siempre peligroso Southside, zona sur de Chicago donde se concentraban los barrios negros de los tristemente conocidos projects y algunos barrios hispanos humildes como El Pilsen o La Villita. También existían zonas tranquilas y de clase media alta en esa área, como Beverly (o Beverly Hills), donde vivían blancos, negros y europeos recién llegados, o barrios como el de Clearance, de gente de clase media baja donde vivían la prima cubana de mi madre, Vitico (uno de sus hijos) y posteriormente nosotros. Era un antiguo barrio polaco cerca del Aeropuerto de Midway.

   El sur de Chicago fue experimentando cambios, pues estaba habitado por una población mayoritariamente blanca, descendientes de irlandeses, escoceses y polacos. Ante la demanda de empleo, muchas familias negras se trasladaron del pobre, deprimido y racista Sur histórico de Estados Unidos (Mississippi, Luisiana o Carolina del Sur) al liberal y progresista Chicago, cuyas fábricas necesitaban trabajadores.

  Muchos de estos barrios del Southside comenzaron a cambiar debido a la llegada de la población afroamericana y varias fueron las circunstancias que llevaron a la población blanca a cambiarse a los llamados suburbios (lugares que, a diferencia de Europa, son habitados por personas de clase media alta). Eran pueblos pequeños que lindaban con la ciudad de Chicago y que de la mañana a la noche se convirtieron en enormes ciudades dormitorio o satélites de cientos de miles habitantes, como Naperville, Woodridge, Palatine, etc.

 La primera vez que se entra a uno de los institutos de enseñanza secundaria del Southside impacta, impresiona para alguien acostumbrado a centros educativos canarios. En las puertas de acceso al instituto había detectores de metales y guardias de seguridad (unos veinte, aproximadamente).


Era una construcción de 1959 que fue un College, lo que en España equivaldría a un ciclo de grado superior o a dos años de carrera universitaria. Era bastante grande, con sus tres edificios, un buen pabellón de deportes con gradas, piscina cubierta, gimnasios y un enorme parque de césped y árboles fuera del mismo donde se podía practicar béisbol, fútbol americano, atletismo y soccer (el fútbol del resto del mundo).

En la primera planta del edificio principal se encontraba la biblioteca, la autoescuela, el comedor, administración, los despachos del Principal (‘director’) y de los dos Assistant Principals (‘vicedirectores’: uno se ocupaba de la disciplina y la otra haría las funciones de una jefa de estudios), las dependencias de los counsellors (‘consejeros’: una figura parecida a la de un tutor para cierto números de alumnos), la enfermería, aulas y la comisaría de policía, ocupada por dos agentes fijos de la Chicago Police Department.

  Era el famoso Bogan Computer Technical High School, otrora gran instituto cuando el barrio era diferente. Quedaban todavía algunos profesores de la época buena del centro académico de secundaria, aunque cada vez eran menos. Se había convertido en un instituto conflictivo con un sesenta por ciento de alumnos afroamericanos, un treinta por ciento de alumnos hispanos y el resto eran “blancos”, incluyendo en esa etnia a los árabes que siempre han vivido por la zona.

     Yo pertenecía al World Language Department, teniendo compañeros de todos los colores, etnias y tribus. Pronto me di cuenta de que estaba rodeado de maestros, no de profesores; algo que al principio no tuve muy en cuenta, pero que a la larga explicaría muchos de sus desacuerdos con el sistema educativo del Estado de Illinois.

  Cada profesor tenía un horario fijo todos los días, con una hora dedicada a llamar a los padres o tutores legales. Había tres turnos, comenzando el primero a las siete de la mañana y terminando a la una; empezando el último a las nueve de la mañana y terminando a las tres de la tarde...

¡Ya es otoño de 2023, diecinueve años que han transcurrido y recuerdos que siguen vivos en una deprimente y melancólica estación del año para muchos, alegre y de hermosas memorias de vivencias para unos pocos como yo!